lunes, 25 de agosto de 2008

Carta a una futura lectora de El Niño con el pijama de rayas






Querida Ana:
No se si habrás empezado a leer el libro que te regalé. No importa, para todo hay tiempo. Como se me olvidó ponerte una dedicatoria en la primera página aprovecho este folio en blanco que tiene más espacio, para contarte mi humilde aventura con El niño con el pijama de rayas y todo lo que ese libro representó para mi.
Prometo no revelarte nada del libro, ni siquiera algo que pueda intuir su final, y toda la magia que desarrolla en sus páginas.
Recuerdo que lo encontré en una de esas tardes que me gusta pasar en las librerías ojeando y buceando con el pretexto de encontrar algo interesante, pero que no siempre ocurre. Recuerdo que lo vi por casualidad en una estantería apartada de la vista, ni siquiera estaba en la sección de novedades, parecía como abandonado, colocado allí por casualidad o por error, ya que no era ese el lugar que le correspondía como más tarde se ha podido comprobar. Pero es que todas las obras maestras nacen de un gesto de humildad, y aquel y muchos más supongo que serían los de este libro.
Lo primero que me llamó la atención fue el título, original y diferente. El niño con el pijama de rayas, que curioso, sobreimpresionado en un fondo que imitaba los colores de los pijamas carcelarios. Comencé a ojearlo y a leer algunos fragmentos, frases sueltas que poco a poco me fueron adivinando que entre mis manos tenía algo diferente, sencillo, y sin retóricas difíciles de comprender. Era la historia de dos niños Bruno y Shmuel, dos vidas opuestas y paralelas a la vez contadas en una historia sobre la línea que nos divide y la esperanza que nos une.
Cuando empecé a leerlo me di cuenta que lo que parecía un libro sencillo se convertía poco a poco en un alegato de sentimientos, en un alegato por y para la historia que nunca deberíamos olvidar. La mirada inocente de dos niños, el sentimiento infantil, y la ilusión por la vida, y la esperanza por la búsqueda de lo imposible se iban convirtiendo en un relato lleno de inocencia en un mundo de violencia y horror desconocido para ellos, en un escenario, el de sus vidas, de injusticias y atrocidades. Bruno y Shmuel nos demuestran que lo bonito en la vida, en cualquiera que te toque vivir es saber mirar, pero mirar con la inocencia del niño que siempre llevaremos dentro. Mirando aprendemos y también ofrecemos, pero lo más importante es que con la mirada nunca perdemos la ilusión, estemos donde estemos. Bruno observa, contempla, pregunta y construye un mundo que no comprende pero que le ha tocado vivir, y Shmuel ofrece la amistad que no puede, el amor que le robaron y lo poco que tiene, un pijama de rayas.
Acabé de leerlo allá por marzo de 2007, El niño con el pijama de rayas, la historia de Bruno y Shmuel. Cuando cerré la última página solo me venían preguntas a la cabeza, preguntas que la historia ni siquiera se atreve a responder. Preguntas demasiado sencillas pero con respuestas muy complicadas.
Desde hacía bastante tiempo me rondaba por la cabeza la idea de visitar Polonia, en concreto Cracovia, ciudad con la Universidad más antigua de Europa, donde estudió Juan Pablo II y ciudad que también alberga en su geografía el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Y fue terminar con el libro y sus preguntas lo que me hizo finalmente decidirme a visitar Polonia.
Y hasta allí me fui, unos meses después, en el verano de 2007. Primero visité la capital, Varsovia, ciudad enorme y diferente, con gente muy humilde, gente que ha sufrido, y que todavía sienten el peso de la historia. Allí contemplé lo que queda del muro del gueto. Lo tienen como escondido, quizá tratando de olvidar un pasado con mayúsculas. Lo que queda de aquellos muros que cercaron a los judíos está en el número 55 de la calle Sienna, detrás del portal de un edificio de viviendas, en un patio con árboles, al que pude entrar gracias a la amabilidad de una señora que vivía allí y que al ver mi cara de despistado pareció darse cuenta de lo que buscaba y accedió a abrirme la puerta, para después indicarme donde estaba, y dejarme solo contemplando lo poco que queda en píe de un muro ya castigado por el tiempo. Tan solo una placa del Museo en Memoria de las Victimas del Holocausto de Estados Unidos recuerda lo que allí te encuentras. No había nadie, ningún turista más, solo el sonido ahogado del despertar de una mañana de agosto y el silencio de la memoria de los que allí vivieron hacinados para después ser llevados a los campos de exterminio nazis.
Desde Varsovia tomé un tren hasta Cracovia, uno de esos trenes antiguos que ya solo se ven en las películas con compartimentos para seis y ocho personas. Cuando llegué a Cracovia me quedé entusiasmado por lo acogedor y mágico de una ciudad que te transporta a la época medieval, era agosto y hacia algo de frío, llovía mucho, pero merecía la pena sentir el abrigo del mal tiempo en una ciudad tan desconocida como interesante que invita a pasear y a perderte entre sus calles donde conocer más de una leyenda.
Al día siguiente de mi llegada alquilé un coche con chófer que me llevara hasta Auschwitz-Birkenau. La carretera desde el centro de Cracovia hasta el campo es larga, casi una hora de viaje por un camino lleno de curvas y malos tramos, pero el vaivén del angosto recorrido se olvida mientras observas un paisaje verde y lleno de casas de campo, un paisaje que para nada hace preveer lo que unos minutos después se adivina a lo lejos. Primero ves la vía del tren, o mejor dicho, la vía de los trenes que llamaban de la muerte, no solo porque al final acaba en una vía muerta dentro del mismo campo, sino por todas las vidas con final anunciado que aquellos vagones llevaban en su interior
Lo que más impresiona cuando entras es la inmensidad del campo, la oscuridad de su piedra y el silencio sobrecogedor que se respira no solo en sus espacios, sino en las personas de todas las razas y nacionalidades que allí se dan cita para visitar lo que hoy llaman el cementerio más grande del mundo.
Dolor, dolor y más dolor. Silencio, y miradas que se cruzan en el espacio invadido por la memoria de quienes recuerdan a sus seres queridos allí asesinados.
Velas encendidas y flores aguardan la memoria y la paz de las víctimas del campo. Mensajes escritos en papel sobre las piedras transmiten lo mucho que nos queda por contar.
Impresiona ver a chicos y chicas, judíos y judías rezando en soledad sentados en cualquier lugar leyendo la Torah y el Pentateuco, sus sagradas escrituras.
Impresiona ver los recuerdos que quedaron de quienes allí perdieron su vida. Gafas, maletas, cepillos de dientes, peines, muletas, ropa…todo para nada, todo para un viaje sin retorno.
Impresiona la estructura de todo lo que allí se construyó, lo premeditado que fue, lo estudiado que lo tenían.
Impresiona cuán malvado puede llegar a ser el hombre.
Sobrecoge el monumento a los millones y millones de desaparecidos en el campo con una placa conmemorativa en cada uno de los idiomas de todas las personas que entraron y nunca salieron.
Pero lo más duro, lo más sobrecogedor es cuando miras a través de las alambradas todavía en pie y te vienen a la mente muchas preguntas, todas ellas sin respuesta, pero la más pequeña y grande a la vez es : ¿Por qué? Al igual que Bruno le pregunta a Shmuel en el libro por qué hay tanta gente detrás de la alambrada y éste no sabe que contestarle.
Es la misma pregunta sin respuesta que me hice cuando terminé el libro, solo que ahora en el mismo lado de la alambrada, en el mismo lado de Bruno y Shmuel.
Espero que disfrutes con el libro, seguro que cuando lo acabes te vendrán a la mente muchas preguntas, pero lo más bonito como te darás cuenta es que la historia que nunca debió ocurrir se refleja de forma inocente en dos niños, en dos miradas separadas por una verja, por una alambrada, que distanció y destruyó a la vez a miles de judíos inocentes en un mundo que fue aberrante y odioso, en un mundo que ya acabó, pero que nunca debemos olvidar que existió.
Bienvenidos sean Bruno y Shmuel, dos héroes de la literatura. Gracias a ellos quizá el mundo sea un poco mejor. Aunque sea en la ficción.